4º grado y los desafíos escolares
"Cuentos ridículos" de Ricardo Mariño
Cinthia Scoch y la mandarina ridícula
Cinthia Scoch era una chica de diez años
a la que le gustaban cosas como comer
mandarinas mientras paseaba. Un día salió a
caminar por un sendero desconocido y en cierto
momento vio que a un costado del camino había
una planta de mandarinas. Arrancó una y la fue
pelando mientras seguía su paseo, sin advertir
que se trataba de una mandarina ridícula.
Las mandarinas ridículas tienen la inscripción
“MR” grabada en cada una de las
semillas, pero en general las personas no
advierten ese tipo de detalles. Algunas sí lo
hacen, pero es común que crean que la sigla
“MR” es por “Marca Registrada”, como aparece
en muchos artículos.
Como se ha dicho, a Cinthia Scoch le
gustaba comer mandarinas mientras paseaba,
y aquel día salió a caminar por un sendero desconocido cuando de pronto vio que a
orillas del camino había una planta de mandarinas.
Muchos lectores recordarán que la
fue pelando mientras seguía, sin advertir que
se trataba de una mandarina ridícula. ¡Cómo
no lo van a recordar si está escrito apenas unas
líneas más arriba!
Al saborear el primer gajo Cinthia
Scoch pensó que era la mandarina más dulce
que había probado en su vida, pero al segundo
cayó en la cuenta de que algo raro estaba
ocurriendo: ¡se había quedado pelada! ¿Qué
había sido de sus hermosos cabellos verdes y
amarillos, duros como alambre?
Aún no había encontrado una respuesta
a esa pregunta cuando escuchó hablar a la
mandarina:
—Por comerte mi gajo te quedaste sin
cabello. Por lo tanto, tendrás una idea descabellada:
comerte otro.
Dicho y hecho: Cinthia Scoch sintió
irresistibles deseos de probar otro gajo
de mandarina. Ni bien lo hizo le crecieron
ramas en la cabeza, altísimas ramas que enseguida se llenaron de hojas verdes y pájaros
que cantaban.
Cinthia trató de mirar hacia arriba
pero solo alcanzó a ver las puntas de algunas
ramas.
La mandarina, que continuaba en su
mano derecha, le dijo:
—Por comerte mi segundo gajo, tu
cabeza se convirtió en una copa de árbol.
Como ahora tenés pajaritos en la cabeza, no
podrás resistir la tentación de comer otro.
Dicho y hecho. Cinthia tuvo ganas de
comerse otro gajo y se lo comió nomás, y ni
bien lo hizo su cabeza quedó convertida en un
reloj despertador desarmado.
“Qué desgracia”, se dijo Cinthia, “ahora
soy un reloj despertador y, encima, desarmado”.
Lo pensó un instante y decidió que lo
mejor sería tratar de armarse.
Trabajó un rato y ya faltaba poco para
terminar, solamente ajustar el último tornillo,
cuando escuchó que la mandarina le decía:
—Por comerte mi tercer gajo te convertiste
en reloj despertador desarmado. ¡Y
tuviste el descaro de armarte! Pero, como te falta un tornillo, no tendrás mejor idea que
comerte otro gajo.
Dicho y hecho. Cinthia Scoch, convertida
en reloj despertador, abrió grande la
campanilla y tragó entero un nuevo gajo.
Al
hacerlo, quedó convertida en una cebra.
—Por comerte mi cuarto gajo te convertiste
en cebra —le dijo la mandarina, más
ofendida cada vez—. Como ahora sos rayada,
se te va a ocurrir comer otro…
Afortunadamente pasó por allí un
campesino.
El campesino se detuvo a mirar a la
cebra porque nunca había visto una. Pensó
que algún gracioso le había pintado rayas a un
caballo. Solo que, mientras hacía estas deducciones,
distraídamente, alzó lo que quedaba de
la mandarina y comió un gajo. No sabía en la
que estaba metiéndose.
Ni bien el campesino comió un gajo,
quedó convertido en un ganso y en cambio
Cinthia Scoch volvió a ser ella misma, con sus
hermosos cabellos verdes y amarillos, duros
como alambres.
Entonces la mandarina le dijo al campesino:
—Por comerte mi quinto gajo te convertiste
en ganso. En tu nuevo estado harás
una gansada: comerte otro.
Cinthia Scoch se sentó sobre una piedra
a mirar, porque le resultaba muy divertido
eso que estaba viendo.
El campesino se transformó en florero,
enseguida en velador, luego en viento que viene del Sur, seguidamente en lluvia de abril,
después en enano de cemento…
Por suerte, como todos los lectores
saben, las mandarinas –aun las ridículas– no
tienen más de diez o doce gajos. De modo
que, cuando el campesino terminó de comérsela,
volvió a ser el mismo campesino que era
antes de que se le ocurriera la ridícula idea de
alzar esa mandarina.
Cinthia Scoch continuó su paseo mientras
pensaba en lo terrible que resultaría comer
uvas ridículas, un enorme racimo de uvas ridículas. ¿Y una gran sandía ridícula? ¡Dios!
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