3/10/18

4º grado y los desafíos escolares

"Cuentos ridículos" de Ricardo Mariño
Cinthia Scoch y la mandarina ridícula 

    Cinthia Scoch era una chica de diez años a la que le gustaban cosas como comer mandarinas mientras paseaba. Un día salió a caminar por un sendero desconocido y en cierto momento vio que a un costado del camino había una planta de mandarinas. Arrancó una y la fue pelando mientras seguía su paseo, sin advertir que se trataba de una mandarina ridícula. 

    Las mandarinas ridículas tienen la inscripción “MR” grabada en cada una de las semillas, pero en general las personas no advierten ese tipo de detalles. Algunas sí lo hacen, pero es común que crean que la sigla “MR” es por “Marca Registrada”, como aparece en muchos artículos. Como se ha dicho, a Cinthia Scoch le gustaba comer mandarinas mientras paseaba, y aquel día salió a caminar por un sendero desconocido cuando de pronto vio que a orillas del camino había una planta de mandarinas.
      Muchos lectores recordarán que la fue pelando mientras seguía, sin advertir que se trataba de una mandarina ridícula. ¡Cómo no lo van a recordar si está escrito apenas unas líneas más arriba! Al saborear el primer gajo Cinthia Scoch pensó que era la mandarina más dulce que había probado en su vida, pero al segundo cayó en la cuenta de que algo raro estaba ocurriendo: ¡se había quedado pelada! ¿Qué había sido de sus hermosos cabellos verdes y amarillos, duros como alambre? 
Aún no había encontrado una respuesta a esa pregunta cuando escuchó hablar a la mandarina: —Por comerte mi gajo te quedaste sin cabello. Por lo tanto, tendrás una idea descabellada: comerte otro. Dicho y hecho: Cinthia Scoch sintió irresistibles deseos de probar otro gajo de mandarina. Ni bien lo hizo le crecieron ramas en la cabeza, altísimas ramas que enseguida se llenaron de hojas verdes y pájaros que cantaban. Cinthia trató de mirar hacia arriba pero solo alcanzó a ver las puntas de algunas ramas. 

    La mandarina, que continuaba en su mano derecha, le dijo: —Por comerte mi segundo gajo, tu cabeza se convirtió en una copa de árbol. Como ahora tenés pajaritos en la cabeza, no podrás resistir la tentación de comer otro. Dicho y hecho. Cinthia tuvo ganas de comerse otro gajo y se lo comió nomás, y ni bien lo hizo su cabeza quedó convertida en un reloj despertador desarmado. “Qué desgracia”, se dijo Cinthia, “ahora soy un reloj despertador y, encima, desarmado”. Lo pensó un instante y decidió que lo mejor sería tratar de armarse. 
Trabajó un rato y ya faltaba poco para terminar, solamente ajustar el último tornillo, cuando escuchó que la mandarina le decía: —Por comerte mi tercer gajo te convertiste en reloj despertador desarmado. ¡Y tuviste el descaro de armarte! Pero, como te falta un tornillo, no tendrás mejor idea que comerte otro gajo. Dicho y hecho. Cinthia Scoch, convertida en reloj despertador, abrió grande la campanilla y tragó entero un nuevo gajo. 
Al hacerlo, quedó convertida en una cebra. —Por comerte mi cuarto gajo te convertiste en cebra —le dijo la mandarina, más ofendida cada vez—. Como ahora sos rayada, se te va a ocurrir comer otro… 
    Afortunadamente pasó por allí un campesino. El campesino se detuvo a mirar a la cebra porque nunca había visto una. Pensó que algún gracioso le había pintado rayas a un caballo. Solo que, mientras hacía estas deducciones, distraídamente, alzó lo que quedaba de la mandarina y comió un gajo. No sabía en la que estaba metiéndose. Ni bien el campesino comió un gajo, quedó convertido en un ganso y en cambio Cinthia Scoch volvió a ser ella misma, con sus hermosos cabellos verdes y amarillos, duros como alambres.
    Entonces la mandarina le dijo al campesino: —Por comerte mi quinto gajo te convertiste en ganso. En tu nuevo estado harás una gansada: comerte otro. Cinthia Scoch se sentó sobre una piedra a mirar, porque le resultaba muy divertido eso que estaba viendo. El campesino se transformó en florero, enseguida en velador, luego en viento que viene del Sur, seguidamente en lluvia de abril, después en enano de cemento… 
    Por suerte, como todos los lectores saben, las mandarinas –aun las ridículas– no tienen más de diez o doce gajos. De modo que, cuando el campesino terminó de comérsela, volvió a ser el mismo campesino que era antes de que se le ocurriera la ridícula idea de alzar esa mandarina. Cinthia Scoch continuó su paseo mientras pensaba en lo terrible que resultaría comer uvas ridículas, un enorme racimo de uvas ridículas. ¿Y una gran sandía ridícula? ¡Dios!

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